No sabemos si el ególatra ya nació así de gili o si se fue transformando con los años. Estaba claro que arrastraba tantos complejos que sólo podía suplirlos y taparlos a todos con uno: el de superioridad. Este complejo (el peor de todos, porque oculta uno de inferioridad tremendo) se le agravó cuando, apenas pasados los 30 años, el éxito le llegó de mano del Presidente. Con su egolatría sin fin, y a la postre como delegado en "provincias" (aunque él lo considerara capital del reino y llave), llegó a creerse que quienes se le acercaban lo hacían por su belleza e ingenio, sin sospechar, si quiera, que lo hacían por el cargo.
Fue por aquella época cuando el ególatra conoció a su perrillo faldero, alguien, sin duda, mucho más grande que él pero, en este caso, con un complejo de inferioridad que trataba de disimular introduciendo en su léxico complejos vocablos anglosajones que, cuando él creía que asombraban al interlocutor, en realidad le hacían sentir una sensación de "no tengo ni idea de lo que me estás contando". El perrillo faldero no era mal rapaz, pero tenía un defecto enorme: era hombre de ideas pero con una incapacidad innata de llevar nada, absolutamente nada, a la práctica.
Quizá fue por esa falla por la que se pegó al ególatra, confiado en que éste, con sus delirios de grandeza, fuese capaz de dar ese impulso de pasar de la cabeza a las manos que le faltaba al perrillo. Pero, ¡ay! Lo que no tuvieron en cuenta ni el uno ni el otro fue el principal y mayor "defecto" con el que nuestro ególatra nació:
creyendo que, cual Rey Midas, todo lo que tocaba lo convertía en oro, la realidad era que lo transformaba todo en podredumbre.
En consecuencia, el Presidente perdió las siguientes elecciones, pero al ególatra, ciego como estaba, no le frenó en sus aspiraciones colosales, y otro golpe de suerte le llevó a gerenciar un organismo oficial, aún más de provincias, pero que para nuestro protagonista era el súmmum del súmmum de su "capital". Está claro que los pelotas siguieron agasajándole por el cargo, aunque él seguía pensando que era por su valía. Pero, ¡ay!, como el ególatra siempre había actuado con un desprecio total a quienes le rodeaban, y a lo que le rodeaba (incluida la ley, que no entiende de narcisismos), se vio obligado a abandonar el cargo, no sin ello cobrar una importante suma de dinero...
Entonces, sabedor (eso creía él) de multitud de "contactos" que le querían por lo guapo que era (¿qué importa el cargo, si yo estoy por encima de todo eso?), se propuso jugar a ser empresario. Sin darse cuenta, claro, de que eso suponía pagar nóminas, seguridad social, impuestos, alquileres... Eso no era problema para él: con lo que valía, que era todo un genio, sus trabajadores deberían sentirse honrados y orgullosos de servirle, aunque fuera gratis.
Y así el ególatra se hizo empresario, inconsciente, claro está, de que sus manos eran el reverso a las del rey Midas. Compró, con lo cobrado, algunas empresas de cierta importancia. Una de ella, rozaba incluso la veintena de empleados (hoy, sólo tres años después, le queda uno). Pero, no contento con esto, compró más empresas.
Esas adquisiciones se produjeron casi al mismo tiempo, con una diferencia de menos de un año. Entonces, el ególatra llegó a tener bajo su mando a más de una veintena de trabajadores. Le encantaba, por aquel entonces, organizar monólogos/conferencias que –no sabemos por qué– él llamaba "reuniones y debates", aunque sólo hablaba él (¿quién iba a saber más que él?). Lo que pasa es que él no contaba con que, en medio de aquellas plantillas "heredadas", iba una mosca cojonera, de esas que dicen siempre lo que piensan y que, pese a todo, cargada de ingenuidad, "osaba" aportar ideas... Que, por supuesto, nunca eran llevadas a la práctica. El resto de trabajadores se dividía en dos: los que odiaban al "ególatra" simplemente por ser "el jefe" y los que, cuanto más maltratados se sentían, más le adoraban, en una especie de síndrome de Estocolmo sin parangón. Eran, desde luego, mediocres incapaces de pensar por sí mismos y que se engañaban por las apariencias de una chaqueta de cuero de 5.000 euros...
Esas adquisiciones se produjeron casi al mismo tiempo, con una diferencia de menos de un año. Entonces, el ególatra llegó a tener bajo su mando a más de una veintena de trabajadores. Le encantaba, por aquel entonces, organizar monólogos/conferencias que –no sabemos por qué– él llamaba "reuniones y debates", aunque sólo hablaba él (¿quién iba a saber más que él?). Lo que pasa es que él no contaba con que, en medio de aquellas plantillas "heredadas", iba una mosca cojonera, de esas que dicen siempre lo que piensan y que, pese a todo, cargada de ingenuidad, "osaba" aportar ideas... Que, por supuesto, nunca eran llevadas a la práctica. El resto de trabajadores se dividía en dos: los que odiaban al "ególatra" simplemente por ser "el jefe" y los que, cuanto más maltratados se sentían, más le adoraban, en una especie de síndrome de Estocolmo sin parangón. Eran, desde luego, mediocres incapaces de pensar por sí mismos y que se engañaban por las apariencias de una chaqueta de cuero de 5.000 euros...
Entre ellos, destacaba una mujer con vocación de negra, que llevaba años pasando a ordenador las notas que, a mano –claro está– escribía el ególatra, con unos palitroques incomprensibles que, cualquiera que sepa algo de grafología, se daría cuenta de que el cerebro que envía esas órdenes a los dedos que agarran el bolígrafo no es un cerebro sano. No tenía ni idea de manejar un ordenador o un smartphone, pero eso no le impedía tener el último modelo de cada, y siempre, siempre, el más caro. Había que aparentar ser Dios. Ese afán de escribir a mano era tan ridículo que, teniendo en la mano un iPad, prefería, en sus "monólogos/¿reuniones?" escribir con rotulador en una cuaderno de esos gigante en los que se van pasando las hojas (A3 o A2), como se veía en las películas americanas de los años 50 (no sabemos, no nos consta, si el ególatra "juega a la Bolsa", pero si lo hace, a buen seguro tiene un aparatejo de aquellos prehistóricos que iban emitiendo una cinta de papel con la fluctuación de los valores).
Al poco, claro, comenzaron los problemas. Las deudas acosaban al ególatra, que no dudó en dejar de pagar a sus empleados aunque –eso sí– tenía dinero para invitar a sus "colegas" empresarios a comer, o para comprar caprichitos de 1.500 euros a sus pequeños retoños (sí, el ególatra, incomprensiblemente, estaba casado). Entonces, comenzaron los juicios, a los que el ególatra, por supuesto, no asistía (por favor... él tenía otro nivel), y, en su lugar, enviaba al perrillo faldero. Poco a poco, las empresas flaquearon tanto que se llegó al absurdo que había más "compañías" (a él le "ponía" llamarlas así) que trabajadores en total. Y, por supuesto, se generaban aproximadamente diez veces más gastos que ingresos. El ególatra no entendía como le podían decir "no" los supuestos clientes, con lo que le quería "todo el mundo" (aún no se había dado cuenta de que había sido por el cargo). Así que se fue hundiendo, hundiendo con él a cuantos le rodeaban.
Bueno, a todos no. Algunos lograron escapar a tiempo, como la mosca cojonera, que hacía auténticos encajes de bolillos para sobrevivir sin mancharse.
Cuenta la leyenda que, con los años, el ególatra acabó por hundir su "capital" de provincias, pero capital. Cuenta también que se llevó con él a la "negra" y a una niña ingenua que creía que cumplir las órdenes de un ególatra que le debía seis meses de sueldo era hacer lo correcto (suele pasar cuando no se tiene criterio). Pero, como diría Michael Ende, ésa es otra historia que debe ser contada en otra ocasión...
Cuenta la leyenda que, con los años, el ególatra acabó por hundir su "capital" de provincias, pero capital. Cuenta también que se llevó con él a la "negra" y a una niña ingenua que creía que cumplir las órdenes de un ególatra que le debía seis meses de sueldo era hacer lo correcto (suele pasar cuando no se tiene criterio). Pero, como diría Michael Ende, ésa es otra historia que debe ser contada en otra ocasión...